Madrid huele a viejo, a derecha rancia, a tristeza y a somnolencia. A mendicidad y opulencia, a esto es tuyo y esto es mío, todo mío. A Santa Inquisición y a resignación cristiana. A prisas y empujones, a dictados del reloj, a subsidios y desahucios, a soberbia, a rascacielos y chabolismo, a centros de finanzas y supermercados de la droga. Huele a fin de mes y antidepresivos, a menú del día y a oferta en rayos-uva.
Por sus calles deambulan en perfecta sincronía batallones de blancos ofendidos, negros de mirada interrogante y chinos que nunca sonríen. Jóvenes sin esperanza y viejos murmurando soledades. Perros falderos y palomas temerosas. Y sobre todo, el ruido, presente en cada zanja, en cada semáforo, en cada estación de metro.
No soy de ninguna parte, nunca he sentido más patria que una causa justa, unos ojos de fuego o un cuerpo amante. Uno siempre vuelve a los sitios en que forjó su historia, esperando encontrar las respuestas que asolan de insomnio tantas noches. A Madrid no le debo más que el abrazo de una soledad consciente y el instinto de búsqueda de mi camino, lejos de su decadente magnetismo. Nuestra hostilidad es mutua, no hay nada que reprochar. Seguid bailando el chotis de las despedidas, honrando con flores y placas a los caídos por Dios y por España, llevando en procesión a vuestros ídolos de escayola, venerando dinosaurios de un pasado de oscuridad, negando vuestra sangre árabe, persiguiendo a los impuros. Al final, todas las leyendas son sepultadas por el mar cuando su gloria no alimenta sino la necedad.