…La noche más larga se fue adentrando en mí con la precisión de un bisturí de cirujano, e irremediablemente, el latigazo de la memoria ahuyentó al fin todo el pesar, para transformarse en escenario de palabras. No esperaba la redención con ellas, ni tampoco un marasmo de certezas añadidas a lo que ya sabía. Tan sólo dejaría que se hiciesen dueñas de cada momento, entregado a la necesaria ocurrencia de que habría de amanecer…

viernes, 15 de julio de 2011

En la ciudad de los muertos

En una ciudad de muertos es fácil y necesario reconocerse como extraño. Basta con respirar su aire para darse cuenta de que uno ya no es de aquí, aunque las calles y los edificios, inmunes al paso del tiempo, se empeñen en decir otra cosa. Ni siquiera la luz del verano puede disimular los estragos causados por el desánimo colectivo de gente sumida en un letargo perpetuo, gente que cada día, en manadas de silencio y rabia, se dirige a representar su papel de comparsas con la fe ciega de las hormigas. Decía Henry Miller, al comienzo de su novela Trópico de Capricornio, que una vez que has entregado el alma, lo demás sigue con absoluta certeza, incluso en pleno caos. Madrid, como todas las grandes ciudades que nunca zanjaron cuentas con su historia, es el reflejo inevitable de una metrópolis antagónica que se desangra lentamente a ritmo de promesas olímpicas e inauguraciones de ruinas.
Madrid huele a viejo, a derecha rancia, a tristeza y a somnolencia. A mendicidad y opulencia, a esto es tuyo y esto es mío, todo mío. A Santa Inquisición y a resignación cristiana. A prisas y empujones, a dictados del reloj, a subsidios y desahucios, a soberbia, a rascacielos y chabolismo, a centros de finanzas y supermercados de la droga. Huele a fin de mes y antidepresivos, a menú del día y a oferta en rayos-uva.
Por sus calles deambulan en perfecta sincronía batallones de blancos ofendidos, negros de mirada interrogante y chinos que nunca sonríen. Jóvenes sin esperanza y viejos murmurando soledades. Perros falderos y palomas temerosas. Y sobre todo, el ruido, presente en cada zanja, en cada semáforo, en cada estación de metro.
No soy de ninguna parte, nunca he sentido más patria que una causa justa, unos ojos de fuego o un cuerpo amante. Uno siempre vuelve a los sitios en que forjó su historia, esperando encontrar las respuestas que asolan de insomnio tantas noches. A Madrid no le debo más que el abrazo de una soledad consciente y el instinto de búsqueda de mi camino, lejos de su decadente magnetismo. Nuestra hostilidad es mutua, no hay nada que reprochar. Seguid bailando el chotis de las despedidas, honrando con flores y placas a los caídos por Dios y por España, llevando en procesión a vuestros ídolos de escayola, venerando dinosaurios de un pasado de oscuridad, negando vuestra sangre árabe, persiguiendo a los impuros. Al final, todas las leyendas son sepultadas por el mar cuando su gloria no alimenta sino la necedad.