Hubo un tiempo para escribir poemas, así los llamaba,
que ahogaban los síntomas de un amor rebelde
al que siguieron otros, tan etéreos como vanos.
Quizá sólo fueron palabras amontonadas en basto papel,
impronta de las vigilias a media luz, leves retazos vitales.
Escribía, por ejemplo, sobre el enigma de los pechos de Naiara,
que no me quiso ni un poco,
y del pelo negro de María Eugenia, que me abrió las puertas
del deseo para dejarme a tientas con su reflejo.
La mirada azulada y gris de Raquel, que llegó a ser canción,
aunque el tiempo no haya conservado de ella más que despedidas
en aeropuertos y bares.
La sensualidad de Gabriela, y su acento argentino taladrándome
en la penumbra del Marx Madera, mi refugio de esos días.
Las noches vertiginosas con Yolanda, en las que bebíamos vino barato,
amargo como los besos despiadados.
Sara y su insultante juventud, que despertaba toda mi ternura,
hasta que comprendí que su fragilidad era la mía.
Sí, me veo ahora, veinte años atrás, en cualquier vagón de metro,
tomando notas en una libreta que siempre llevaba conmigo,
palabras de eterno amor a desconocidas compañeras de viaje,
y tinta roja para el rencor de los adioses.
Al final, todo se resume en otros versos, incontestables
y mucho mejores que los míos,
que tomo prestados de los Epigramas de Ernesto Cardenal,
para definir el eterno idilio entre el olvido y la memoria:
“Tú pudiste inspirar mejor poesía”.