Él te esperaba en la avenida que
cruza con tu calle,
con su mejor traje y la sonrisa
de caimán domesticado.
El cielo gris del norte y el
otoño anunciaban un tiempo de lluvia,
y las caprichosas nubes deshacían
los minutos, convirtiéndolos
en horas. Te esperaba, pero nunca
supiste de su celo y su templanza.
Ni siquiera al marchar llegaste
a ver esa figura quieta
por el retrovisor de tu coche, y
él imaginó, para no sentirse solo,
que ibas a buscarle con la prisa
de los jueves.
El tiempo siguió pasando, llovió,
y el hombre permaneció allí,
de pie, frente a un jardín sin
flores, atenazado por causa del amor
y de tu olvido. Cuando supo al fin que no volverías a mirarle,
decidió acomodarse en la alquimia
del recuerdo para conjurar
la lluvia y el deseo, y a espaldas
de la noche recorrió el camino
de vuelta a casa.
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