…La noche más larga se fue adentrando en mí con la precisión de un bisturí de cirujano, e irremediablemente, el latigazo de la memoria ahuyentó al fin todo el pesar, para transformarse en escenario de palabras. No esperaba la redención con ellas, ni tampoco un marasmo de certezas añadidas a lo que ya sabía. Tan sólo dejaría que se hiciesen dueñas de cada momento, entregado a la necesaria ocurrencia de que habría de amanecer…

lunes, 15 de noviembre de 2010

Diario de la puerta de atrás (Las letras dormidas 1)

Te amé con más fuerza que maña, no como los otros. Sí, siempre había otros. Siempre siendo tres, o si lo prefieres, dos contra uno. Ninguno lo podía saber, cómo estábamos abocados a entendernos aun en nuestro desencuentro perpétuo, la fatalidad de la amable cordialidad. ¿He besado yo tus labios? Dímelo tú, ni los labios ni el pequeño cuerpo me arrastraron en la caída, jamás rodamos mojados y tensos por playas ni he visto morir el fuego de invierno abrazado a tu regazo.
Vanidad de vanidades, con todo mis amigos ya sabían de ti y de mí, pero nunca juntos...
-Creo que deberías irte -murmuraste apenas, rompiendo el débil hilo que habíamos tejido al amparo del cálido sabor del ron añejo y el recogimiento.
Sin saber muy bien cómo, me encontré en el descansillo, bajando las escaleras pesadamente, con el lastre de la ruidosa despedida que habías precipitado sobre mí. Y de nuevo la soledad de un portal, el frío, la desierta calle. Apenas un atisbo del regreso insospechado porque nunca nada es lo que parece. Por un instante delimité las letras de tu nombre, y de seguido eché a andar, sopesando el tiempo del regreso y la llegada del sueño. Aun sabiendo que tú aparecerías, inmombrable, mucho antes del amanecer para quedarte y derruir mis defensas.
Caminé deprisa, sin demorar por más tiempo el desenlace. El asfalto me recibió con un manto de humedad, casi hostil, como si no me hubiera confundido en sus calles en tantas tardes de esperanza y noches de vuelta con la miel de la decepción en los labios. Maldito invierno, maldita ciudad. Las luces, los nombres de las plazas, todo se me antojaba extraño y enorme. Mi gabardina negra me protegía de esa mirada del otro, como siempre inquisidora, juzgando según mis pasos o la mirada retadora, la peligrosidad de mi presencia, o incluso mi potencialidad como víctima propicia. -¿Tienes fuego? -me preguntó el chorizo barato a la entrada del Metro de Quevedo. -Lo siento, no fumo -respondí sin detenerme ni mirar atrás, sintiéndome estúpido por disculparme ante un individuo que probablemente me odiara casi tanto como yo a él. Descendí a los abismos afligido, reconociendo en el silencio su mirada de desprecio clavándose en mi espalda.

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