Te había conocido miles de vidas antes, en una de aquellas fiestas del aquelarre del piso franco de Santa Ana, como a bien teníamos en llamarlo sus habitantes. Aquellas paredes desconchadas e imprecisas retenían en sus manchas todo el peso de la angustia de nuestras existencias jóvenes, toda la desilusión y también la magia de los momentos compartidos. Veinte años después, sigo teniendo grabado en mi memoria el 2662047, número salvador de los sábados que alimentaban mi soledad descreída. Camisa blanca y pantalón negro, calcetines casi siempre blancos, como descubrí para mi horror años más tarde, colonia barata y mil pesetas por cabeza para alimentar el ánsia de nuestras gargantas, que tragaban cerveza, vino o cualquier otra cosa que tuviera una graduación considerable, con el fin de mantener el equilibrio entre las mentes vivas y los cuerpos, éstos últimos cada vez más pesados y abandonados de su disciplina de seducción gestual.
Aquellas reuniones, en las que se ponían en entredicho la filosofía, la ideología, el amor, la guerra, solían durar unas doce horas para oprobio de los vecinos, que reclamaban su decencia y su vida ordenada frente a cualquier intrusismo o agitación. Claro, cómo iban a comprender que no puedes estar bebiendo durante toda la tarde y quedarte sentado cuando suena "Fiesta", de The Pogues..Las iras, generalmente, eran aplacadas por el más sobrio de nosotros, y debo decir que casi nunca era yo, feliz en mi reciente descubrimiento de los efluvios etílicos y posteriores derivaciones hacia la euforia, el desparpajo con las mujeres que no me interesaban y todo aquello que se abría ante mí sin pedir cuentas a cambio.
Te miré apenas en la puerta -aún sin los ojos del cazador que vela a su presa-, pequeña y bien dispuesta, celebrando el cuello de botella que asomaba de tu enorme bolso de piel. Y luego no sé, un gesto, un instante que te cambia la percepción y los sentidos, inexplicable pero cierto, y ya no pude dejar de buscar tus ojos entre el humo y la penumbra del lugar. Enseguida quise reconocerte como algo cercano y propicio a mi suerte, auque los queridos compañeros poco podían decirme, salvo ambiguas señas que te relacionaban con la amiga de tal o cual muchacha de la fiesta.
-Gente, esta es Ella y trae una botella de Cacique -Dijo Luis, con su habitual maestría para provocar desconcierto entre quiénes no le conocían.
-Ella -repetí mentalmente-, quién triunfara sobre tu nombre...
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